SERÁS MÍA, ÁNGEL

Sé que estoy soñando. Lo sé porque apenas puedo controlar mi propio cuerpo. Camino con pasos firmes y decididos. La había visto antes. Quizá en algún sueño anterior, o puede que en una vida anterior. Sentía el impulso de alcanzarla. Casi estaba corriendo, siguiendo sus pasos en dirección al aseo de aquel antro. Mi mente no alcanzaba a comprender qué hacía una mujer como ella en un lugar como aquel. Lleno de mugre, vacío y casi alejado de la mano de Dios. ¡Qué gracia! A Dios podía nombrarlo sin apenas un remordimiento. Era algo que solía resultarle difícil a los que eran como yo. Caídos.

Al fin mis dedos logran alcanzar la manilla de la puerta, la abro, apenas le he dado tiempo de entrar antes que yo. Soy plenamente consciente de que el baño es de mujeres, pero es como si mi cuerpo hubiese sido invitado a invadirlo. La veo. Está de pie, frente al lavamanos, mojándose la cara con el agua del grifo. Me acerco peligrosamente a ella. La obligo a darle la espalda al espejo y tenerla frente a mí. Apenas dejo escasos centímetros de distancia entre su cuerpo y el mío. Siento cómo el vello de su piel se eriza. Sonrío de lado. Me siento poderoso en ese momento. Una de mis manos se dirige a su cintura. La apreso contra mí. Ya ni siquiera existen esos escasos centímetros que nos separaban. Entonces mis manos se posan en sus caderas, las deslizo lentamente por debajo de su falda, acaricio sus muslos, suaves y cálidos. La levanto sin apenas demasiada fuerza. Ahora ella está sentada sobre el mármol del lavamanos. Sus piernas se abren, como si me invitasen a invadir su zona más íntima y privada. ¿Quién soy yo para rechazar esa invitación? Sonriendo de nuevo de esa sutil manera, llevo una de mis manos a su nuca, cojo la pinza que recogía sus cabellos y los suelto. Siento como éste me hace cosquillas en los dedos. Inclino mi rostro hacia el suyo, nuestros labios se rozan, para luego terminar devorándose mutuamente. Mi lengua se enreda con la suya, puedo sentir el sabor de su boca en la mía, embriagándome por completo. Entonces sus manos veloces van a parar a mi cinturón, lo desabrocha, baja mi pantalón hasta las rodillas, y cuando estoy en el máximo punto de excitación, a punto de arremeter contra ella.... Me despierto.

Al abrir los ojos me doy cuenta de que era un sueño. Tal y como yo había pensado al principio. No es que no se hubiesen dado situaciones como aquella en mi vida, solían pasar a menudo. Pero era prácticamente imposible que un rostro tan angelical como aquel, fuese capaz de algo como aquello con un tipo como yo. Estaba seguro, aun así, de que su rostro me era familiar. Lo había visto en algún lugar. De hecho, había soñado con él más veces. Quizá sería alguno de mis nuevos protegidos. No era raro que, a un ángel caído como yo, le encargasen custodiar a humanos o nefilim (semi-humanos semi-ángeles) que estaban en peligro. No obstante, no solían elegir a alguien del sexo masculino para custodiar a una mujer. Mucho menos a una mujer como aquella. Podía convertirse en la misión más pecaminosa del mundo.
Me levanté, me di una ducha rápida y tras vestirme y perfumarme, cogí mi chaqueta de cuero negra, las llaves de la moto y bajé a toda prisa hasta la calle. Me disponía a ir a aquel lugar. Sabía que no era un lugar imaginado por mi mente, era un lugar real. Uno al que había ido más de una vez. Y algo me decía, que mi sueño no era un sueño normal. Sino un encargo. Un aviso. Me subí a mi moto oscura, la encendí y aceleré, dirigiéndome rumbo a aquel lugar siniestro e infame.
Tras unos pocos minutos llegué. Apagué el motor y aparqué frente a la puerta. Un par de furcias que estaban intentando conseguir clientes se me quedaron mirando. Alguna de ellas con la frase "te quiero a ti" dibujada en el rostro. Por suerte para ellas, alguien como yo no necesitaba pagar por tener sexo. Bajé los escalones lentamente, con aparente tranquilidad. Me senté en la barra del local, mientras observaba, sin que nadie fuese plenamente consciente, a todo aquel que estaba allí. Después de echar varios vistazos me di cuenta de que la chica no estaba allí. Pedí algo suave. Necesitaba beber algo, aunque tampoco quería emborracharme. Y entonces, mientras tomaba un primer sorbo de mi bebida, aquella mujer de rasgos angelicales descendió lentamente por las escaleras.

La observé mientras bajaba con paso vacilante cada uno de los escalones. Su cuerpo, escondido bajo aquel vestido blanco parecía tan delicado y frágil. Me fijé directamente en su rostro, cubierto de maquillaje, que la hacía parecer mucho más artificial. Su belleza era propia de un ángel. No necesitaba ninguna clase de producto cosmético para verse hermosa.  Si bien con ellos lo único que conseguía era el efecto contrario.
Los hombres fijaban su vista en ella, deseosos de tenerla entre sus brazos, y ese hecho lo único que conseguía era asquearme. Me llenaba de repulsión ver esas miradas tan profundamente pervertidas, sobre ella. Uno de esos desalmados, gordo y sudoroso, estaba sentado muy cerca de mí en la barra. Comenzó a manosearla y eso hizo que ella, más asqueada que yo, se apartase y tropezase muy cerca de mí. Nuestros cuerpos se rozaron, estaban tan cerca que casi podía sentir su pulso acelerándose.  Le sonreí con esa sonrisa que nadie podía resistir. Y apartándola levemente, con una delicadeza que casi ni yo mismo entendía, miré fijamente a los ojos del humano y le puse una de mis peores caras.

- Disculpa – comencé a hablar educadamente, a pesar de las ganas que tenía de partirle la nariz – ella – dije  moviendo ligeramente la cabeza hacia ella – es mi novia, así que si vuelves a tocarla no seré tan educado como lo estoy siendo ahora y no dudaré en partirte una de esas magníficas botellas de cristal en tu miserable cabeza. ¿Lo has entendido o necesitas que lo repita?

Entonces me puse en pie, y como si de inmediato me hubiese arrepentido de mi decisión, me di la vuelta, tomé una de las botellas de vodka de dentro de la barra y se la estampé en la cabeza con toda la fuerza que fui capaz, haciendo que todos en la estancia se quedasen quietos y en silencio, mientras el hombre gritaba y comenzaba a sangrar a chorro. Algunos de los fragmentos de cristal los tenía clavados en la piel, otros se habían desperdigado por el suelo.  

Tomé la muñeca de la chica – no tenía tiempo para que ella pensase si quería venir conmigo o no – y la obligué a seguirme. Subimos veloces por las escaleras. Al llegar a la entrada mi bonita moto negra estaba ahí, aparcada. Subí y arranqué. – Sube – insté a la chica a hacerlo. Aunque no parecía muy convencida. – y sin más preámbulos aceleré, alejándonos de ese mugriento antro, y abriéndonos camino hacia el centro de la ciudad.